La corrupción.  

"Pero mi intención era buena..." 

¡Hola de Nuevo!

Les cuento que desde hace ya algunos años he estado aprendiendo la labor de oficina de gobierno. Desde el principio para mí, antes que mi trabajo, ha sido un gran ejercicio para conocerme a mi misma a través de la observación cultural dentro de nuestros sistemas. En mi vida he podido conocer varios mundos: El literario, el musical, un leve el de la moda, cine, televisión,  política, administración pública, (que diría Silvio Rodríguez, no es lo mismo pero es igual), y últimamente el empresarial, el cual me encanta.

Eso además de muchas filosofías, “religiones”, doctrinas, escuelas, lugares, etc., diría mi madre, soy “la coca cola de todas las fiestas”. En ninguna me quedo, pero a todas voy.

Así es mi “ondita”. Lo único que busco es: Ver, saber, comprender. Me gusta pensar, hilar… y es por eso que tiendo tanto a desviarme.

Pero hay un punto aquí: En todos esos mundos diferentes existen los mismos patrones de comportamiento y dentro de todos ellos, no nada más en la administración pública o la política, hay graves casos de corrupción.

Pero, ¿Por qué los mexicanos tendemos a llevar como estandarte la corrupción? ¡Pues porque somos re buena ondita! Y, por lo que he podido ver en mis múltiples aventuras (pero sobre todo en la administración pública) somos una cultura con sensibilidad… nada más que mal encausada.

Hace poco vi éste documental que amé y se llama: Freakonomics. Aunque - y citando de nuevo a mi mamá- mi gusto “es bastante rarito”, lo recomiendo ampliamente. Trata de analizar casos de economía que nadie pela (números, números) tal cómo ¿Qué es más peligroso: una alberca, o un arma? O ¿Cuál es la relación entre el aborto y la delincuencia? (el cuál abordaré próximamente).

Uno de los casos habla sobre las trampas de los maestros de escuela en los exámenes de sus alumnos en Estados Unidos. Los expertos se dieron cuenta que las respuestas de opción múltiple al final de los exámenes, que usualmente quedaban vacías, parecían estar correctamente contestadas en un grupo de pruebas que pertenecían a determinados profesores.

Al darse cuenta de que era un patrón concurrente analizaron el porqué de dicho caso. Sucede que los profesores tenían que dar porcentajes de crecimiento dentro de sus promedios anualmente para tener ellos mismos buenas notas, así que falsificaban las de sus alumnos para no tener que meterse en problemas con los directivos.

Del otro lado del mundo, en Japón, uno de los deportes más respetados y tradicionales, que es casi, casi tratado con delicadeza religiosa incluso por el gobierno nipón es el Sumo.

Los luchadores son una élite que vive directamente para el deporte: Es muy difícil poder obtener peso proporcional a fuerza y agilidad, aprender los movimientos y llegar a la punta de la pirámide dentro de ésta disciplina… pero es aún más complicado salirse.

Los luchadores de Sumo raramente encuentran un empleo digno al alejarse del mundo del Sumo. Es por eso que sus compañeros, preocupados por sus amigos, a veces truquean las peleas en un fenómeno llamado: Haócho, el cual consiste en dejarse perder para que por puntuación su compañero no sea destituido.

Cómo dentro del deporte hay premios en efectivo pues a veces, pagan el favor a sus cuates con una feria y obviamente donde hay varo y favores pues llegan los buitres, así que de repente miles de “managers” de luchadores comenzaron a encargarse de hacer su negocio a partir de meter a sus pupilos en el mundo del Haócho.

Seguramente esto no es algo tan difícil de creer para nosotros, pero para los japoneses supone romper una enorme tradición (es como cuando nos contaron las travesuras del padre Maciel), así que alrededor de éste problema han surgido muertes, conferencias de prensa truqueadas por parte del gobierno, un chorro de confesiones de ex luchadores, muchos de ellos mutilados y muchas investigaciones. Incontestablemente, las autoridades del deporte niegan rotundamente la existencia del Haócho.

El periodista  Israelí, Amos Oz, tiene mi frase favorita para definir al fanático. El fanático es el Kamikaze, el Templario, el Nazi, o más en nuestra época, el “Terrorista”. 

Ese malvado que hace que el país más poderoso del mundo tiemble de miedo y no tenga otra opción que abrir fuego en países pobres. Ese malvado que tiró las torres gemelas y se pudre en petróleo. Ese malvado que defiende sus creencias cual los pobres padres no-pedófilos debajo de las faldas de Maciel, cual los nipones y sus autoridades deportivas, cual los maestros que no quieren doblar las manos en el aula, cual los buenos samaritanos mexicanos que contratan solamente a aquellas personas “de confianza”. 

Dice Oz: “Creo que la esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar. En esa tendencia tan común de mejorar al vecino, enmendar a la esposa, hacer ingeniero al niño o enderezar al hermano en vez de dejarles ser (…) el fanático es un gran altruista”.

Me divierte trollear el twitter, causar polémica, decir lo que, siento, se tiene que decir, dar el grito de guerra, reírme desde un rincón de quien sale disparado. Así como tantos otros.

Pero trato de mantener algo en mi mente cada vez que hablo de hacer un mejor país: “Por favor, niña, deja de preocuparte de lo que hacen afuera y adentro no dejes que te contamine este virus que ha desnutrido los corazones de tu pueblo. Fortalece tu ímpetu. Es difícil, pero no caigas.

Se fuerte: Se necesita mucha fortaleza para no sucumbir al dolor de la patria y ser un ciudadano justo como los que esperas encontrar en la calle, que no avienten en carro, que sonrían, que den el paso y te traten amablemente en los comercios. Que den bien las direcciones de las calles, que sepan de que estar orgullosos en su pueblo, que valore más el verdor de la montaña que la cubierta de gris concreto, y que al manejar concreto, lo haga con respeto. Que vea la belleza y la fealdad sin fijarse en los ropajes, que reconozca en sus hermanos las virtudes y no se deje herir por sus llagas”.   

Trato todos los días… ¡Pero como cuesta! Dios… ¡Dame paciencia! Que si me das una alberca…

¡A darle chavos!

Paso a paso.