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Colombianización: la delincuencia como poder alterno

Fe de ratas columna por José Javier Reyes
Lunes 09:49 am, 21 Oct 2019.
José Javier Reyes
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Colombianización: la delincuencia como poder alterno

Conocidos los detalles del fallido operativo para detener a Ovidio Guzmán López, el hoy notorio hijo del “Chapo”, se revela como un desacierto del que la única forma de salir fue la que decidió el gabinete de Seguridad y que avaló el presidente Andrés Manuel López Obrador: negociar. Nunca fue una decisión de parte de las autoridades; las cosas se hicieron mal desde el principio y una vez que la ciudad de Culiacán se convirtió en un campo de batalla todo se volvió un callejón sin salida.

No obstante, era de esperar que, en un medio político tan polarizado, unos y otros (los partidarios de la 4T y sus detractores) utilizaran los hechos para hacer propaganda. Del lado de los opositores a AMLO estaba la oportunidad, el desconcierto, las reiteradas mentiras (o verdades a medias) y el resultado desastroso del operativo. Para los seguidores del gobierno morenista, la convicción de que estos problemas tienen una honda raíz y el poder de los grupos delictivos viene de hace muchos años.

Una palabra ronda la escena política, una que nadie se atreve a mencionar porque tal vez es una realidad que desearíamos negar o porque es tan obvia que no vale la pena decir: colombianización. Durante el imperio de Pablo Escobar, esto significaba que el narcotráfico era un poder fáctico que dominaba bajo una delgada capa de legalidad. La verdadera quiebra del “patrón” fue cuando trató de convertir este poder de facto en poder de jure: cuando quiso ingresar a la política y probablemente soñar con la presidencia misma del país.

El poder de los cárteles mexicanos no aspira a convertirse en constitucional: le basta con haber socavado a todos los niveles de gobierno y controlar vastos sectores de las fuerzas públicas. Pero nunca como en este incidente se había visto que la delincuencia organizada tuviese nivel de interlocutor válido. La situación era sui generis: una docena de efectivos del ejército estaban en manos del cártel de Sinaloa, así como armamento pesado y dos pipas de gasolina, cuya explosión habría sido devastadora. Cambiar esto por el líder del cártel era una transacción razonable.

Con la sartén por el mango, los delincuentes impusieron condiciones. La derrota del ejército se dio en términos estrictamente militares: superados en número y en alcance de fuego, con un control absoluto de la plaza, reaccionaron eficazmente e invirtieron la correlación de fuerzas.

Muy seguramente no es la primera vez que un gobierno de México tiene que negociar con el crimen organizado. Su poder surge en los ochentas y se afianza a lo largo de los noventas. Los gobiernos priistas convivieron de formas poco claras pero efectivas con este poder alterno. Las administraciones panistas del siglo XXI poco pudieron hacer por frenar su dominio. La “guerra contra el narco” no fue más que una larga derrota militar que se volvió descrédito en lo político.

La decisión del gobierno federal no fue lo deseable ni lo menos malo: fue lo único posible. El operativo había fallado y no había más que transar. El problema es que, en una sociedad que informa (y se informa) en tiempo real, los hechos eran inocultables. Lo que en otra época podía haberse atenuado con silenciar a unas cuantas redacciones, hoy fue un escándalo de proporciones mundiales.

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