Fe de ratas columna por José Javier Reyes
¿Alguien duda que Nicolás Maduro es un gobernante que llegó al poder en Venezuela de forma accidental cuando no fraudulenta y que se ha mantenido ahí utilizando las estratagemas más obvias de un dictador populachero, incluida la represión militar? En el mismo sentido. ¿no es evidente que Juan Guaidó no puede ser “presidente encargado” por su sola voluntad o la de la Asamblea Nacional, si no existe esa figura legal y sin mediar un proceso legal democrático? ¿No resulta conmovedor que después de que el presidente norteamericano Donald Trump reconociera en unos de sus demoledores tuits a Guaidó como presidente legítimo, un grupo de naciones afines a la política de Washington se aprestara a reconocerlo también? ¿A alguien sorprendió que la Federación Rusa y China Popular apoyaran de manera refleja, incondicional y acrítica a Maduro? ¿Por qué el gobierno mexicano de Andrés Manuel López Obrador desempolvó la Doctrina Estrada de respeto a la autodeterminación de los pueblos en un momento en que una condena clara y enérgica al gobierno de Maduro y un llamado a la vuelta a la democracia era la única posición aceptable?
Lo de la Doctrina Estrada no debió sorprender a nadie. Después de proclamar los precios de garantía para los productos agrícolas mexicanos y el anuncio de que inició la construcción de la refinería de Dos Bocas, Veracruz, el rescatar del arcón de la Historia a un pilar de la política exterior mexicana de los años post revolucionarios y aplicarlo más bien como la Ley Pilatos, que pretende librarlos de toda responsabilidad de pronunciarse sobre una tragedia humanitaria que ya se vive en la Venezuela “bolivariana”.
Seamos claros: la Doctrina Estrada se refiere únicamente al reconocimiento de un gobierno extranjero por parte del gobierno mexicano. Se gestó en los años de la lucha de facciones de la Revolución Mexicana, cuando el reconocimiento de alguno de los bandos en pugna por parte del gobierno norteamericano podía significar el acceso a recursos económicos estratégicos. Se perfeccionó cuando la paranoia estadounidense los llevó a convocar a las naciones de Latinoamérica para bloquear a Cuba: en ese entorno de agresión, México supo mantenerse neutral (con gran dignidad) ante el dueño de las Américas.
El siglo XXI enfrentó este principio con la defensa de los Derechos Humanos. Mantenerse respetuoso de la autodeterminación de un país no representa hacer el Tancredo cuando se violan flagrantemente derechos humanos. Y lo anterior no significa apoyar a grupos opositores en otro país.
Reconocer al gobierno de Maduro o al de Guaidó es una función que no le corresponde a México. Pero la situación en Venezuela no permite permanecer indiferente ante lo que se vive en la nación sudamericana. Quién es el presidente de Venezuela, es un hecho que sólo los venezolanos deben dirimir. Señalar las violaciones a los derechos humanos en ese país es tan necesario como señalarlas al norte del río Bravo.
Que un “presidente legítimo” no quiera reconocer a otro es comprensible. Nadie reconoció a López Obrador cuando se autoproclamó. Que el gobierno mexicano no haya caído en la trampa de desconocer a Maduro es loable. Que esto implique hacer la vista gorda ante la situación en Venezuela es inadmisible.