La antigua colonia es un centro financiero vital para el modelo chino, pese a representar una parte cada vez más pequeña de su economía
Margaret Thatcher dejó escrito en sus memorias cómo, al comienzo de las negociaciones para la transferencia de soberanía de Hong Kong, Deng Xiaoping aspiraba a que el territorio se reincorporara a China como una provincia más, llegando incluso a amenazar con “tomar la isla en un día”. Según cuenta la historia de la conversación, quizá apócrifa, la Dama de Hierro señaló a la flamante nueva sede del banco HSBC, construida en 1985 por el arquitecto Norman Foster. “¿Ve ese edificio de allí?”, le preguntó al dirigente chino. “Pues es desmontable: en un día me lo puedo llevar de vuelta a Londres, piedra a piedra”. En la tensión entre soberanía y prosperidad acabó imperando la segunda: al fin y al cabo, Hong Kong fue creada por y para el dinero.
Hoy, dos décadas después, la altura del crecimiento chino proyecta oscuras sombras sobre Hong Kong. Si en 1993 la antigua colonia representaba un 27% del PIB continental, esta cifra se ha desplomado hasta menos de un 3% este año. Pero, a pesar de su porcentaje menguante, sigue siendo un enclave financiero fundamental: en este suelo es donde la economía de China se encuentra con el extranjero. Entre 2010 y 2018, el 64% de la inversión directa que el país recibió y el 65% de la que envió fuera de sus fronteras atravesó la isla. También aquí se ponen a la venta un 60% de los bonos nacionales.
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