Miles de cubanos, congoleños, angoleños, haitianos y centroamericanos se acumulan en la frontera sur de México tras la orden del Gobierno de López Obrador
A las puertas de la estación migratoria Siglo XXI en Tapachula (Chiapas) hay una niña de ocho años cubierta por minúsculas gotas de sudor frío, que escupe espuma blanca con los ojos cerrados. Que ha perdido la conciencia. Detrás de las rejas, una pareja de funcionarios de seguridad observan la escena impávidos. Parece que no es la primera vez que viven algo similar. Custodian uno de los centros migratorios más grandes de Latinoamérica, en una de las fronteras más transitadas del mundo. Lo que no habían visto nunca, cuentan, es a cientos de africanos sobreviviendo tras esa valla, sin comida ni agua, con un sol plomizo y una humedad asfixiante. Niños desnutridos, con fiebre y con diarrea. Madres desesperadas. La de Dani, la niña angoleña frente a las rejas, se desgañita en portugués para que les dejen pasar, que su hija se va a morir. Nadie se inmuta. Nadie llama a una ambulancia. Después de los gritos, solo hay silencio. Su madre la tapa con una manta rosa. Son las dos de la madrugada.
La frontera sur de México es estos días una olla a presión. Un cruce fácilmente penetrable: por unos cuantos pesos, se puede atravesar ilegalmente un río entre Guatemala y el norte, que le permite a cualquier migrante pisar en pocas horas suelo mexicano y esquivar así la aduana. Salir del México pobre, Chiapas, y avanzar, siempre ha sido complicado. Pero estos días se ha convertido en una tarea titánica. Excepto para quienes se arriesgan a hacerlo en una caravana, principalmente centroamericanos indocumentados, los que han decidido optar por la vía legal —miles de cubanos, africanos y haitianos— han chocado con un muro antes de lo previsto. Un bloque burocrático. El Gobierno de López Obrador decidió a mediados de marzo suspender cualquier trámite migratorio en el municipio fronterizo de Tapachula. Y todos ellos se encuentran desde hace un mes varados en esta localidad, sobreviviendo en sus calles, parques y pensiones. Agotando el poco dinero que traían y sin ninguna garantía de que vayan a salir algún día de ahí. A menos de que sea en un avión de la policía federal, deportados.
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