Las dimisiones del Gobierno mexicano ponen en evidencia que el presidente ha optado por consolidar su círculo más próximo
La lapidaria carta con la que Carlos Urzúa renunció como máximo responsable de la economía de México es, ante todo, una crítica a la forma de gobernar de Andrés Manuel López Obrador. Si los motivos son ya de por sí demoledores –decisiones tomadas “sin sustento”; funcionarios que “no tienen conocimiento” de la hacienda pública; conflicto de interés-, la respuesta del presidente mexicano, insinuando falta de compromiso de Urzúa o sugiriendo que no es lo suficientemente de izquierda, ponen de manifiesto el personalismo del presidente mexicano y afloran una de las grandes críticas que siempre le han hecho: su baja disposición a la autocrítica y su alta exigencia de lealtad.
La marcha de Urzúa es significativa en tanto era uno de los miembros moderados de su Gabinete sobre los que López Obrador construyó su perfil más pragmático, que le permitió ganar la presidencia de México de forma arrolladora hace un año. Su continuidad en el Gobierno como máximo responsable de la economía mexicana resultó una garantía y un cortafuegos no solo con los mercados, sino con el mundo económico y empresarial, de donde provienen los mayores críticos con López Obrador desde siempre. A ellos se ha referido el presidente como “mafia del poder”, y viene a englobarlos como “neoliberales” y “conservadores”, a pesar de que los acercamientos a ellos son constantes. Es paradigmática la creación de un consejo asesor del presidente formado por los empresarios más poderosos del país: Ricardo Salinas, Bernardo Gómez, Carlos Hank, Olegario Vázquez Raña. Más allá de los gestos y el discurso, López Obrador es consciente de la necesidad que tiene el país de inversión privada para lograr relanzar una economía que, si no maltrecha, está sumida en la incertidumbre.
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