Con una popularidad tocada y una relación tensa con Occidente, el presidente ruso afronta un año clave para su legado y su posible sucesión
El Kremlin suele presentarle como una especie de zar, como el salvador de Rusia. El antiguo espía hecho a sí mismo, fuerte, visceral y cercano al pueblo que logró que el país dejase de estar de rodillas tras el colapso de la Unión Soviética. Pero Vladímir Putin afronta este 2019 un periodo clave para el legado que dejará cuando, en 2024 —si no se produce ninguna maniobra legal—, deje definitivamente la presidencia de Rusia. Un momento decisivo para terminar de construirlo y asentarlo. Pero también para mantenerlo. Y de mantenerse en los libros de historia nacionales como ese ‘guardián del alma rusa’ que busca ser.
Si 2018 fue un año con algunas victorias pero extremadamente complicado, el que comienza lo será aún más para Rusia y para Putin, considera Mark Galeotti, experto en política y seguridad rusas. “Su principal objetivo ahora mismo es garantizarse su supervivencia y lograr que todo siga funcionando, pero está perdiendo la conexión con la ciudadanía rusa”, apunta Galeotti, miembro del Instituto de Relaciones Internacionales de Praga. El presidente ruso, de 66 años, que el pasado marzo logró revalidar el que debería ser su último mandato con una histórica mayoría (casi 77%), debe lidiar ahora con la renqueante economía del país euroasiático, el creciente descontento social y las constantes crisis en el terreno internacional en el que Rusia reclama su papel —con métodos de diversa índole— como superpotencia.
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