Columna por Luis Pérez Cruz
A 200 años de la consumación de la Independencia de México, recordada por la entrada del Ejército Trigarante a la ciudad de México el 27 de septiembre de 1821, decidimos iniciar este proyecto que abarca desde este septiembre hasta este mismo mes de 2021, teniendo los siguientes motivos:
Otra serie de abusos son las repetidas frases como la “historia me absolverá” o “la historia me juzgará”, insisto la historia no es propiedad de nadie.
Después de puntualizar las anteriores consideraciones, hay diversas formas de realizar estudios de historia, particularmente nosotros haremos un rescate de la vida cotidiana, un poco acercarnos a la forma en que vivía la gente de la época de la lucha por la independencia. La idea es dejar que las personas hablen por sí mismas cómo es su vida, cómo vivieron su presente.
A continuación les entregaremos una mirada de la ciudad de México en 1810, ello a través del historiador Luis González Obregón, extraordinario historiador mexicano (1865-1938), quien recrea basado en diferentes fuentes primarias y cuyo resultado redacta en 1911. Luis González Obregón se apoya en El diario de México de 1810, artículo “Banquetas”, tomo XIII, p. 169. También resulta importante destacar que, como veremos en el texto, la ciudad contaba con poco menos de 300 calles y alrededor de 140 callejones. En la actualidad podemos ver que quizás sean entre 25 a 28 mil calles en la ciudad.
La mayor parte de las pocas ciudades novohispanas compartían esas características; por otra parte, en ocasiones será necesario tomarse su tiempo para leer algunas de colaboraciones de esta columna, ya que van a encontrar diferencias en la forma de escribir, así como conceptos que serán extraños para nosotros.
Más de cuatrocientas calles y callejones tenía entonces la ciudad, que ostentaban en las esquinas, y en placas de barro vidriado con negros caracteres del siglo XVIII los nombre que les habían impuesto; y eso sí, la mayor parte eran anchas, espaciosas y tiradas a cordel.
Las aguas que procedían de las lluvias caían resbalando hacia el arroyo, donde estaban las atarjeas: los empedrados presentaban un marcado declive, desde la banqueta hasta el centro de la calle; declive que á veces parecía escarpada loma, con grandes diferencias de una á otra calle; y los pavimentos de mal aspecto é incomodos á toda clase de traunsentes, porque para andar por ellos, se fuera á pie, á caballo ó en coche, había que subir y bajar, yendo los caballeros con sumas precauciones á fin de no caer con cabalgaduras y todo, é inclinándose los coches, á diestra ó siniestra, según el lado de la vía que recorrieran.
¿Y las banquetas? Con excepción de las que rodeaban el atrio de la Catedral , eran las restantes más ó menos defectuosas, ligeramente inclinadas, muy angostas , de losas diferentes en color y tamaños, lisas, separadas entre sí, convexas, y limitadas de trecho en trecho por algunos pilarcillos que fueron la eterna pesadilla de nuestros bisabuelos; pues los tales pilarcillos, decían, “son perjudicialísimo”, así porque estrechan el paso por las banquetas, como porque á todas horas, de noche y de día, están las gentes tropezando con ellos, lastimándose gravemente las piernas: lo que los precisa á andar siempre con mucho cuidado por las banquetas, para evitar tales accidentes, no bastando todavía esto, para libertarse siempre de darse algún doloroso golpe.