Fe de ratas columna por José Javier Reyes
¿Verdaderamente queremos que se acabe la corrupción? ¿No gusta la idea? ¿Nos conviene? El daño que hace la corrupción a las arcas públicas es una sangría que ha debilitado a la economía nacional de forma legendaria. Los sexenios de Miguel Alemán a la fecha se han hacho de la mala fama (casi siempre, merecida) de que han dispuesto de forma alegre y despreocupada de los dineros oficiales. Los programas que de inicio se diseñan para favorecer a ciertos sectores de la población, acaban en los bolsillos de intermediarios cuya identidad nos sorprende.
(Es el caso de la conversación interceptada entre Hugo Estefanía Monroy, exalcalde de Cortazar y Noé Lara Belman (a) “El Puma”, fundador (junto con el “Marro”) del cártel de Santa Rosa de Lima y más tarde desertor del mismo, donde el exedil le explicaba cómo apoderarse de los recursos de programas del municipio de Villagrán, todo ello en Guanajuato. Tras darse a conocer la grabación, Estefanía Monroy fue asesinado y “El Puma”, apresado).
Pero esto es mera anécdota. La detención de Emilio Lozoya Austin, exdirector de Pemex, nos mostraría (suponiendo que sus delaciones se puedan comprobar) que la función pública es el arte de hacer que los recursos que aparecen etiquetados para una cosa acaben en los bolsillos adecuados.
Si en el primer caso hablamos de decenas de millones de pesos, en el segundo hablamos de miles de millones. En el ejemplo guanajuatense, se trata de una operación donde están implicados un par de delincuentes locales y algunos cómplices; en el segundo, un concurso de fuerzas que implican los más altos niveles de gobierno. La corrupción funciona así: a mayor poder, más corrupción. El saqueo del erario público no es un accidente que se da a espaldas del jefe máximo, sino con su beneplácito: él es el capo di tutti capi.
La reacción de la sociedad es una condena mayoritaria, pero no unánime. Muchas voces no se unen a la petición de justicia y, por el contrario, parecen lamentar su exclusión en el mundo de las grandes transas. No les importa la transparencia o la honestidad, sino el no tener una parte del botín. La política ha sido pródiga en expresiones que ponderan la permanencia al mundo del latrocinio. Frases como:
“No quiero que me den, sino que me pongan donde hay”, “¿Y yo en qué libro leo?”, “Vergüenza no es robar, sino que te agarren”, son parte de un triste folclor mexicano.
Todo empieza por algo simple: el ínfimo soborno, la mordida, el favor que intercambiamos, el hacer la vista gorda si así conviene. Con estos pequeños actos nos convencemos que la corrupción, en dosis adecuadas, nos beneficia. Como dijo Paracelso, “la dosis hace al veneno”. O como decimos nosotros, “qué tanto es tantito”.
Acabar con la corrupción es hacerlo a muchos niveles. Pero ante todo, que podamos desterrarla de nuestra cultura, de nuestra habla, de nuestra vida, de nuestro sistema de creencias y nuestras aspiraciones. El delincuente poderoso que con su ostentación vulgar de los productos de sus delitos nos causa envidia en vez de enojo, el político que obtiene con lo robado bienes insultantes que secretamente admiramos, son la fase última de un vivir acanallados.
Debemos convencernos que la corrupción a cualquier escala, nos perjudica. Porque son más las veces en que seremos sus víctimas que sus beneficiarios.