Desde la Sociología columna por Luis Pérez Cruz
En esta ocasión y ya que se acerca un aniversario más de nuestra independencia, vamos a abordar un fenómeno que consideramos el origen de la disputa por México en el siglo XIX, la disputa que dividirá a México de manera irreconciliable y sin sentido, en muchas ocasiones, derivando en una lucha intestina, provocando que México no logrará tener un desarrollo sostenido y firme durante la mayor parte de ese siglo.
México cuenta con dos Actas de Independencia, la primera dada a conocer el 6 de noviembre de 1813 y la segunda el 28 de septiembre de 1821; la idea es destacar la diferencia no exclusivamente de fechas, sino también todo lo que hay detrás de cada una, así como la intencionalidad política y la circunstancia histórica que las rodea.
En la declaración de independencia de 1813, antes de darla a conocer, hay una serie de eventos que rodean a su promulgación, ya que desde 1810, Hidalgo tenía planeado la instalación de un Congreso Nacional; además Morelos impulsa diversos documentos que van preparando el terreno para la instauración del Congreso y la Constitución de Apatzingán de 1814, como la abolición de la esclavitud en octubre de 1813 y los Sentimientos de la Nación del 14 de septiembre de 1813. Finalmente, instalado el Congreso da a conocer el Acta de Independencia que ya manifiesta que la soberanía reside esencialmente en el pueblo y la independencia como una necesidad imperiosa de la nación, entendiendo por esta última como una unidad política, histórica y cultural, con la capacidad de gobernarse a sí misma, sin la necesidad de la tutela de alguna otra. Para la época esta visión es profundamente revolucionaria. No podemos dejar de lado la profunda convicción católica, que va a heredar al liberalismo mexicano del siglo XIX. Ahora pasemos a conocer el Acta de Independencia:
“El Congreso de Anáhuac, legítimamente instalado en la ciudad de Chilpancingo, de la América Septentrional, por las provincias de ella: Declara solemnemente, a presencia del Señor Dios, árbitro moderador de los Imperios y autor de la sociedad que los da y los quita, según los designios inescrutables de su providencia, que por las presentes circunstancias de la Europa ha recobrado el ejercicio de su soberanía, usurpado; que, en tal concepto, queda rota para siempre jamás y disuelta la dependencia del trono español; que es árbitro para establecer las leyes que le convenga para el mejor arreglo y felicidad interior, para hacer la guerra y paz y establecer alianzas con los monarcas y repúblicas del antiguo continente no menos que para celebrar concordatos con el sumo pontífice romano, para el régimen de la Iglesia católica, apostólica y romana, y mandar embajadores y cónsules; que no profesa ni reconoce otra religión más de la católica, ni permitirá ni tolerará el uso público ni secreto de otra alguna; que protegerá con todo su poder y velará sobre la pureza de la fe y de sus dogmas y conservación de los cuerpos regulares; declara por reo de alta traición a todo el que se oponga directa o indirectamente a su independencia, ya sea protegiendo a los europeos opresores, de obra, palabra o por escrito, ya negándose a contribuir con los gastos, subsidios y pensiones para continuar la guerra hasta que su independencia sea reconocida por las naciones extranjeras; reservándose al Congreso presentar a ellas por medio de una nota ministerial, que circulará por todos los gabinetes el manifiesto de sus quejas y justicia de esta resolución, reconocida ya por la Europa misma.”
Ahora el acta dada a conocer el 28 de septiembre de 1821está firmada por Agustín de Iturbide, Antonio Pérez, obispo de Puebla, y Juan O’Donojú, además del Conde de Jala y de Regla y el Marqués de Salvatierra, el Conde de Casas de Heras y Soto, entre otros; este documento se inscribe en un contexto donde se reestablece la Constitución liberal de Cádiz y ello genera un descontento, tanto en la aristocracia española, como en grupos que vieron afectados sus intereses en la Nueva España, por eso el giro que da Iturbide a su participación como luchador incansable contra la insurgencia y de un momento a otro se pronuncia por la independencia y el papel del Obispo de Puebla, como promotor de una independencia ordenada y que no trastoque las estructuras novohispanas.
Por otra parte, es importante destacar sus antecedentes, el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, donde se acentúa la instauración de un imperio, así como señalar que es necesaria la independencia, pero es igualmente reconocer que España educó a los americanos, además de admitir la valiosa presencia cultural española, ya daremos a conocer dichos documentos, para quienes asumen la defensa de Iturbide como consumador de la independencia. Ahora veamos la declaración de independencia:
“La nación mexicana, que por trecientos años ni ha tenido voluntad propia, ni libre el uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido… Restituida, pues, esta parte del Septentrión al ejercicio de cuantos derechos le concedió el Autor de la naturaleza y reconocen por inenajenables y sagrados las naciones cultas de la tierra, en la libertad de constituirse del modo que más convenga a su felicidad, y con representantes que puedan manifestar su voluntad y sus designios, comienza a hacer uso de tan preciosos dones y declara solemnemente, por medio de la Junta Suprema del Imperio, que es Nación soberana e independiente de la antigua España, con quien en lo sucesivo no mantendrá otra unión que la de una amistad estrecha en los términos que prescribieron los tratados; que establecerá relaciones amistosas con las demás potencias…que va a constituirse con arreglo a las bases que en el Plan de Iguala y Tratados de Córdoba, estableció sabiamente el Primer jefe del ejército Imperial de las Tres Garantías; y, en fin, que sostendrá a todo trance, y con el sacrificio de los haberes y vidas de sus individuos (si fuese necesario), esta solemne declaración, hecha en la capital del Imperio, a 28 de septiembre del año de 1821, Primero de la Independencia Mexicana.”
Cabe destacar que se maneja de antemano la idea de un sistema político imperial y el reconocimiento como Jefe Supremo a Agustín de Iturbide, quien ya pensaba en convertirse en Emperador de México, idea ya establecida en el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, dados a conocer meses atrás.
Esas dos perspectivas se confrontan al momento de consumar la Independencia y creemos que no va a cesar hasta la última parte de ese siglo XIX; volviendo durante las primeras décadas del XX, con la Revolución Mexicana. Quizás nos encontremos en la actualidad con el resurgimiento de esa disputa, no hemos aprendido a convivir en un sistema político fundado en el respeto, la tolerancia y la inclusión.