Alberto Méndez Aguilar

De muertos que no hacen ruido

Fotografiar muertos tenía, en el siglo XIX y principios del siguiente,  motivos de honra pero también de economía, según refieren algunos historiadores. Entre otras cosas, la fotografía podía servir como acta de defunción o como prueba de que se hicieron gastos en el sepelio. Por supuesto, el tema de la memoria estaba presente en dicha práctica. Aunque la fotografía fúnebre no estaba al alcance de todas las familias hay muestra de ella en diversos países.

Con nuestros nuevos modos de ver las cosas, apreciar muertos ha derivado en estética. En el contexto de la violencia, además, nos hemos familiarizado con los momentos de la muerte. Las ejecuciones del grupo terrorista llamado  Estado Islámico, por ejemplo, revelan cómo los motivos más pueriles pueden ser objeto de una sofisticada producción de imágenes.

Gozan de gran audiencia los desastres y las muertes “en tiempo real”. Los aviones hiriendo las torres gemelas de Nueva York en serán la imagen de una época –la nuestra- en la que lo visible tuvo preponderancia sobre lo inteligible (Sartori dixit).  La imagen, no su explicación o desciframiento, es hoy el objeto y búsqueda de todos los medios de información.

La reciente explosión del hospital de Cuajimalpa nos dio otra muestra. Sólo basta un teléfono que capte el momento exacto de la tragedia, mismo que se reproducirá  ad nauseam. Se hará “viral”, según se dice en la jerga de las redes.

Los medios mexicanos han ido un poco más allá de los muertos: van a los sepelios. Han vuelto rutina extender la cobertura de sucesos trágicos hasta milímetros antes de que los ataúdes se depositen en las tumbas. Ahora se acostumbra que los deudos no sólo lamenten su pérdida –el padre, la madre, algún pariente o amigo- sino que tengan la oportunidad de desahogarla ante cámaras y micrófonos.

Inundan las redes y los medios entrevistas “banqueteras” a deudos que apenas unos segundos antes despidieron para siempre a sus seres queridos.

En la antigüedad prevideana  sólo se cubrían los sepelios de los famosos. Su lógico desbordamiento de emociones daba material suficiente pero aún allí se guardaba una respetuosa distancia con los involucrados.

En la vena entrometida del periodismo de espectáculos, ahora se acosa a los parientes de las víctimas, se las exhibe en su inmenso dolor, se manipula su estado emocional. ¿De qué nos informan esos segmentos? Aportan, si se puede decir así, una imagen  verídica, auténtica del sufrimiento humano. . . ¡ y en tiempo real! Guau.  La TV española “del corazón” es tremenda al respecto.

No hace sino desconcertar la cobertura del sepelio la enfermera Mónica Orta, del Hospital Materno Infantil de Cuajimalpa. Un ataúd ahogado por flashes de cámaras fotográficas y de video. La hermana y el padre que sucumben al alud de micrófonos. ¿Qué van a decir? La hermana habla de la difunta como quien se fuera a hacer un posgrado al extranjero o a ganar una medalla en la olimpiada. Y de fondo, el inconfundible sonido del mariachi.

Nada que difiera de un sepelio, digamos, estándar en nuestras tierras excepto por el hecho de que los familiares del difunto tendrán sus tres tristes tramos de fama triste. Su lamento será una de las imágenes estelares en los recuentos del año 2015.

Escribe el maestro Sartori que la TV “puede mentir y falsear la verdad” igualito que lo hacen otros instrumentos de comunicación. La diferencia, plantea,  es que “la fuerza de la veracidad (énfasis de G.S.) inherente a la imagen hace la mentira más eficaz y, por tanto, más peligrosa”.

En el afán de informar, el periodismo ha ganado importantes batallas. Qué duda cabe que hoy tenemos la posibilidad de contar con mejor información ( no siempre, no en todas partes). Pero en ese pulso con los impedimentos a su labor también, me parece, ha transgredido algunos límites. Sería provechoso que los propios periodistas reflexionaran sobre el tema.