Alberto Méndez Aguilar

Las caras de la violencia

El experto en costumbres de la nobleza británica, Julian Fellowes, escritor de la espectacular serie Downton Abbey, se muestra consternado por las historias de miseria que ha encontrado alrededor de la suntuosidad de los palacios de aquella clase en los siglos XVI y siguientes.

En un documental cuenta el triste caso de Thomas Bricknell, sirviente de Lord Oxford, poderosísimo hombre de Isabel I, que muere –aparentemente por accidente-  durante una práctica de esgrima de su amo. A su viuda le caen otras desgracias: fallece también su hijo más reciente y la casa en que servía el esposo le arrebata sus escasas propiedades.

Exclama Fellowes :”¡Dios mío!, no soy un revolucionario pero de vez en cuando uno entiende su visión”.

Es el de Fellowes un sentimiento, diríase, natural ante el abuso. Y es un tanto parecido al “no lo justifico pero me lo explico”. ¿Podríamos sentir lo mismo respecto de ciertos pasajes de violencia  como los que vive hoy nuestra sociedad?

Las protestas de los padres de los 43 normalistas desaparecidos han ido creciendo en intensidad. Una de las más recientes fue en instalaciones del Ejército Mexicano en el estado de Guerrero. Los reportes hablan claramente de que los padres, apoyados por otros grupos, tomaron la iniciativa en la intentona de ingresar a la base militar por la fuerza.

El país y el mundo saben de la tragedia de los normalistas y el sin vivir que debe significar para sus padres la búsqueda. La desesperación y el cansancio andan con ellos. No obstante la violencia no cosecha muchos adeptos por más que intente justificarse en el discurso de que el poder dominante ya ejerce una violencia expresada en la discriminación y el abuso que se traducen en  pobreza y marginación.

No se puede obviar el hecho de que, en particular en el estado de Guerrero, existe una tradición muy fuerte de confrontación con las autoridades cuyo origen está en la necesidad de pueblos enteros por defenderse de agresiones diversas. La burra no era arisca, dice el lugar común, y ahora el animal ya es intratable.

Siguiendo a nuestro citado Fellowes, se podría decir: caramba, no estoy con los radicales pero a veces los comprendo.

Desde esta perspectiva, la violencia de algunas protestas –por cierto divulgadas a las mayorías con lujo de detalles- estaría más que justificada. Y sin embargo, fuera del ámbito de los aliados, genera miedo, desconfianza y rechazo. Aún es de dudar que lo osado de las manifestaciones haga despertar la conciencia dormida de los explotados. El sueño subversivo de la chispa que incendiará la pradera no parece seducir a las grandes masas, también golpeadas por las crisis, los malos alcaldes, los patrones y los bancos, pero aún distantes de querer tomar el fusil para derrocar tiranos.

El gobierno federal, mientras tanto, enfrenta sus propias responsabilidades. La investigación de la desaparición de los jóvenes normalistas debe agotar todas las aristas y convencer a los padres de las víctimas, en primer lugar. Y debe hacerlo pronto, antes de que las muertes se sumen, en el imaginario popular, a la incompetencia o  la omisión de la autoridad. El gobierno tampoco puede subestimar el nivel de hartazgo que ya experimenta gran parte de la población por diversos motivos pero, muchos, relacionados con la participación (o ausencia) de la autoridad.

El resto de la sociedad, expectante, temerosa, aparentemente distraída y presuntamente olvidadiza, también tiene un papel que jugar: no olvidar el caso de los normalistas, exigir su esclarecimiento y plantar un rotundo no a la violencia de cualquier tipo.

Nuestro experto en monarquía inglesa, citado al principio de este texto, resumió el caso del pobre Thomas Bricknell, en 1568,  diciendo, palabras más, palabras menos: entiendo muchas cosas de la política y el poder pero lo que le hicieron “fue una salvajada”.

En México, siglos más tarde, de salvajada en salvajada  nos vamos haciendo menos humanos. No nos acostumbremos; no nos sumemos a aquellas. Digamos claramente no a la violencia y, pese a todo, apostemos por los cauces legales.