Alberto Méndez Aguilar

Transparentar lo obvio

Algo malo tiene la ostentación de la riqueza en época electoral. Algunos políticos, contra los dictados de  su corazoncito, se ven obligados a probar momentáneamente las amarguras del low profile.

Se arguye que, a causa del acecho del crimen organizado,  lo más conveniente en estos tiempos es ser cauto respecto de exhibir la bonanza material.  Puesta así la cosa, tenemos un magnífico pretexto para no trasparentar la relación de la clase política con los dineros públicos. Aún y con los avances en materia de auditorías, esa relación sigue siendo una de las grandes nebulosas del sistema político mexicano.

En esta semana el presidente Peña promulgará la nueva ley de transparencia, ya acordada por el Congreso de la Unión. Nuestro país, pues, estaría dando un importante paso contra la opacidad y, se espera, contra la corrupción.

Como ocurre en los casos de las leyes  y organismos del gobierno dedicados a garantizar la equidad electoral o el derecho a la información, la práctica pondrá a prueba estas nuevas disposiciones sobre transparencia.

Pero a nivel de cancha – como se llama este espacio de opinión- la cosa se divisa, paradójicamente, distante de los mejores  optimismos que podría provocar la tal legislación.

No sabemos si fue intencional el apurar la aprobación de la ley de transparencia para coincidir con el periodo comicial pero ya sea por contraste o por lamentable coincidencia, los incidentes preelectorales alimentan, parece, el pesimismo antes que la buena ventura.

La competitividad descarnada de la actual elección ha hecho saltar muchos de los secretos patrimoniales de no pocos candidatos. Y como para ser alguien en la vida tienes que aplastar a tu adversario –como dicta el paradigma de hoy- pues entre los múltiples aspirantes se buscan las esperables pillerías mundanas : cuentas bancarias superiores , por mucho, a los ingresos legales; propiedades a nombre de la parentela; favores a las grandes empresas ( o a los comerciantes importantes del pueblo) y mucho etcétera.  Secretos a voces 

Sabíamos algo de todo eso. El periodo de elecciones, en todo caso, ha puesto de relieve algunas de tales prácticas y les ha puesto nombre y apellido. La sospecha, sin embargo, cae sobre toda la élite política. Al respecto sigue siendo reveladora la confesión de aquél que dijo que sólo había “robado poquito”. Cinismo de grado.

Entre las convicciones que comparte la a sociedad, es decir, el vecindario, la-gente-en-general, se ubica muy bien aquella de que la política es el único negocio que nunca quiebra. Crisis van, crisis vienen y ser gobierno, estar en el gobierno, sigue siendo la inversión más lucrativa. No está en otra parte la explicación del furor con que se disputan los puestos en esa gran-gran estructura influyente y adinerada. No son los salarios. Mucho menos la pasión por el servicio público. Es ponerse en el mítico lugar “donde hay. . .”. Nada más pero nada menos.

Parece una obviedad pero el tema se renueva cada que nos enteramos de mayores tropelías y de algunas incontinencias, como en los casos de juniors que a través de Facebook exhiben  los paraísos materiales que los acunan. Pequeñas infidencias.

A los followers de Mr Hank Gonzáles podría parecerles este un lamento pendenciero: pura envidia; elogio de la mediocridad; pobres pero honrados.

En realidad sólo se demanda congruencia. ¿Por qué en las cárceles hay tan pocos exfuncionarios? ¿Por qué no se averiguan las denuncias por enriquecimiento inexplicable?  ¿Por qué se sigue violando la normatividad para llegar a puestos públicos o de representación popular (pasando por las violaciones a los topes de campaña)?

Llega, pues, la muy mentada  ley de transparencia. En el peor momento. Con material de sobra para ejecutarse. Con todo nuestro escepticismo, esperamos que sirva de algo.