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Por qué ha fracasado el combate a la pobreza

Aquiles Córdova Morán

¿Por qué ha fracasado el combate a la pobreza?

El año pasado, la Secretaria de Desarrollo Social (SEDESOL) salió a reconocer, de manera directa y sin rodeos, lo que la opinión pública medianamente informada sabe desde hace tiempo: que, a pesar de que en los últimos sexenios se han dedicado ingentes recursos al combate a la pobreza, los resultados no son solamente pobres o nulos, sino abiertamente opuestos a lo esperado. En efecto, si hemos de creer lo que el Licenciado Felipe Calderón sostuvo durante su sexenio, y en especial en el último año del mismo, el monto destinado a programas como “Oportunidades”, “Setenta y más”, “Vivir mejor”, “Seguro popular”, etc., se elevó hasta el 58% de todo el gasto público. Se ha precisado además, en publicaciones relativas al tema, que del año 1990 al año 2012 el gasto social se multiplicó en casi cuatro veces, y que programas como “Oportunidades” aumentaron ampliamente su cobertura inicial al pasar de 300 mil familias beneficiadas en un primer momento a 5.8 millones en 2012. Y sin embargo, como bien se dice hoy, el número de pobres al final del sexenio calderonista no sólo no disminuyó, sino que se incrementó en algo así como 5 millones de nuevos mexicanos con algún tipo de carencia.

Según la titular de SEDESOL, la causa del inocultable fracaso reside en que los programas “están mal diseñados” (?) y que, por eso, la presente administración se propone una reingeniería, un rediseño de los mismos, para que, ahora sí, den los frutos apetecidos. Me parece, a la vista de esto, oportuno y necesario que los interesados en el tema reflexionemos un poco: ¿de veras el fracaso radica en el mal diseño de los programas? ¿En qué consiste, específicamente, ese “mal diseño”, o, en otros términos, cuáles son las modificaciones que se piensa introducir en ellos para un funcionamiento eficaz? No sobra recordar que tampoco en este terreno los gobiernos anteriores se quedaron en ceros. Crearon, por ejemplo, el concepto de “subsidio focalizado” en vez del apoyo indiscriminado al grupos social, para garantizar que el recurso llegue a quien realmente lo necesita; se entregó el apoyo a la madre de familia y no al padre, bajo la consideración de que la primera es más responsable y comprometida con el bienestar familiar que el segundo; se repasaron diagnóstico, diseño, operación y evaluación de los programas; se “fortaleció” la transparencia y la rendición de cuentas, incluido el blindaje  contra su uso electoral y se habló de “contraloría social” para bajar los costos operativos de los programas. A pesar de esto (y más que quizá ignoro), los resultados son los que tenemos a la vista. ¿Qué es, pues, lo que queda por intentar?

            En mi frecuente contacto directo con grupos campesinos, he podido escuchar de viva voz dos señalamientos precisos y muy reiterados a manera de reclamo a quienes diseñan y administran los programas. Uno, el más insistente, es que el monto de la ayuda “es muy poquito” (así lo dicen ellos) por lo que “no alcanza para nada”, o para muy poco; dos (y esto procede de gente poco más despierta), que “casi todo el dinero” se va en sueldos y prestaciones de la burocracia encargada de los programas, y al “pobre” sólo le llegan “migajas”. Por mi cuenta he podido precisar que, en efecto, del total del presupuesto destinado a “Oportunidades”, por ejemplo, hasta el 85% se queda en la burocracia que lo administra, y apenas un 15% llega a sus verdaderos destinatarios. De esto se desprende que, para eficientar realmente el combate a la pobreza, dos son las reformas esenciales que habría que poner en práctica, más allá de las formalidades políticas y mediáticas: 1.- elevar sustancialmente el monto del apoyo directo, hasta ponerlo a la altura de las necesidades esenciales de la gente; 2.- hacer realmente efectiva la “contraloría social” de los programas mediante la adecuada organización de los grupos de beneficiarios, a modo de que puedan ejercer, en los hechos, esa supervisión. Esto, naturalmente, sin excluir ningún tipo adicional de reingeniería que, desde los gabinetes de los especialistas, se considere útil o necesario para el mismo fin.

            Pero hay otro obstáculo más difícil de remover, si cabe, que los antedichos. Me refiero al modelo económico que ha servido de base, hasta hoy, al funcionamiento y desarrollo de la economía nacional, cuando menos desde el sexenio del Lic. Miguel de la Madrid: el llamado modelo neoliberal, o también, fundamentalismo de mercado. En lo que atañe al tema que hoy toco, este modelo se caracteriza por postular (exigir, quizá sea más exacto) que, para que la economía de un país funcione con plena eficiencia, sin tropiezos y produciendo riqueza y bienestar para todos, es indispensable dejar que las fuerzas del mercado (que en esencia se reducen a una sola: la ley de la oferta y la demanda) actúen de manera absolutamente libre y autónoma, sin ningún tipo de interferencia externa, y menos por parte del Estado. De éste, reza la ortodoxia, proviene el mayor peligro de intervención en la actividad económica (inversión pública, creación de empresas, generación de empleos, elevación de salarios) y por eso es de él de quien más hay que cuidarse procurando mantenerlo siempre dentro de los límites de lo que es su función “natural”: garantizar la paz y la tranquilidad social.

            La política social y el gasto social tal como se les define en México, en cambio, no solamente admiten, sino que necesariamente exigen la directa intervención del Estado, si de combatir en serio la pobreza, la marginación y la desigualdad social se trata. De ahí que entren en franca contradicción con el neoliberalismo ortodoxo. Que esto es así, queda más que patente en el contenido de la Ley General de Desarrollo Social (LDGS) aprobada en 2004, cuyo artículo sexto señala puntualmente los elementos indispensables para un verdadero desarrollo social: “… la educación, la salud, la alimentación, la vivienda, el disfrute de un medio ambiente sano, el trabajo y la seguridad social y los relativos a la no discriminación”. Esto parece una calca de  lo que viene diciendo (y por lo que ha luchado sin descanso, por 40 años) el Movimiento Antorchista Nacional: se precisa que el empleo, la seguridad social y un gasto social aplicado a los servicios básicos de la población son elementos infaltables en cualquier programa serio de combate a la pobreza, lo cual se opone frontalmente a la ortodoxia neoliberal. Los programas de que hablamos, en cambio, se constriñen a una magra transferencia directa de recursos en numerario a la gente para paliar su hambre. Y nada más. ¿Hay razón para sorprenderse de sus pésimos resultados? No creo. Urge, dejando un poco de lado el “modelo”, crear empleos, elevar salarios, reorientar el gasto social hacia los derechos sociales y los servicios básicos de demanda masiva; si no, seguiremos patinando en el mismo lodazal en que lo hemos hecho hasta hoy, sin derecho a quejarnos por ello. 

 

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