Una deja de creer en el amor, hasta que lo reencuentra en su vida

Mariana tiene cincuenta años de edad de los cuales, cuarenta los pasó “de mala vida en mala vida, como si eso fuera el destino de la mujer”.

Sus primeros años estuvieron marcados por la violencia intrafamiliar. Primero vio a su padre golpear a su madre “hasta dos veces al día y hasta dejarla medio muerta”; luego, al morir su padre, sufrió golpes al lado de sus hermanos que “me tenían como su esclava y sólo les servía para lavarles sus pantalones y darles de comer”

La tercera etapa de su sufrimiento la vivió cuando decidió huir de su casa para trabajar como empleada doméstica en la ciudad de México. Ahí sus patrones abusaban de ella, haciéndola trabajar hasta 16 horas por un sueldo, al principio “de hambre” y luego, de a gratis, con el argumento de que la estaban manteniendo.

La etapa más difícil de su vida en cuanto al sufrimiento fue al lado de su esposo, o más bien, del hombre con quien vivió por 10 años. Mariana tenía 20 años cuando conoció a Marcos, se enamoró de él y se fue a vivir a su lado. Con él fue, dice, un martirio. La golpeaba constantemente, la corría de la casa a medianoche y a veces, la sacaba a dormir al patio, en pleno frío de la sierra negra de Puebla, donde vivían.

Dice que incluso llegó a perder un bebé a causa de una golpiza. Pero no hizo nada por escapar; tenía la moral baja y la autoestima prácticamente no la conocía. Sentía que ese era su destino, que a eso vino a la tierra y que lo único que podría alejarla de ese eterno martirio era la muerte que no llegaba a pesar de que con cada sesión de golpes, quedaba inconsciente.

“Pos no lo dejaba porque era mi marido y el padre de mis tres niños. Y por otro lado, no tenía donde ir, ni dinero, creo que ni siquiera sabía yo en que punto del planeta estaba viviendo”.

“No, fíjese que ya ni me acordaba de mi familia... nunca pensé que pude haber recurrido a ellos hasta que me encontraron unos vecinos que vinieron al pueblo a vender cobijas. Me vieron y uno me dice: tú te pareces a una vecina de Santa Ana. Y yo que le digo: no, como creé, si yo nací aquí”.

“Pero ellos vinieron a Chiautempan y le dijeron a mi familia dónde y cómo me encontraba yo. Entonces vino uno de mis hermanos y me vio y me dice: no manches, hermana, mira como estás, pues qué te pasa, quién te ha hecho esto... y ya le dije todo y me dice: nos vamos para la casa. No, le digo, si el hombre lo sabe me mata. Y te mata a ti también; no, como crees”.

“Y pos sí, me llevó a la casa de mi madre y ya me dieron de comer y me vistieron y me dieron unos zapatos. Porque para esto le diré que yo anduve, los últimos dos años, sin un par de zapatos. Y de comer pa’ qué le cuento... había días en que no probaba bocado y todo porque él no me dejaba comer. Era muy malo”.

“Bueno, pues ahí tiene que ya cambié porque hasta agarré cuerpo... porque en esa vida quedé flaca como un esqueleto y me desmayaba seguido por la falta de alimento y por las golpizas que me daba diario ese maldito. Entonces pues ya llegué a Santa Ana y entré a trabajar en una fábrica de pantalones. No pues otra vida... otro mundo. Ganaba yo dinero ¡Y era mío! Las chamacas fueron a la escuela porque la mayor, empezó a ir a la escuela hasta los 10 años”.

“Empecé a arreglarme y pues hasta yo me gustaba... en serio. Me decía yo, no pues estoy guapa; ¿dónde quedó ese charal que vino de la sierra? Pero me di cuenta de que ya era demasiado tarde. Ya tenía yo mas de cuarenta y cinco años y pues dije: cómo eché a perder mi vida; pues ya qué, me decía yo”.

“Y no crea que entonces no podía yo tener a alguien. Me hablaban los hombres pero eran casados. Usted sabe qué es lo que quieren los hombres... y yo sabía que nomás para eso servía yo pero por otro lado decía: quién me va a querer a mí, quien me va a amar... no, decía yo: el amor no existe, eso nomás es cosa de telenovela… eso del amor, decía yo, es para ridiculez”

“Y luego veía yo a las parejas que beso que beso y decía yo: hipócritas... seguro cuando se casen él le va a pegar a ella. Me compadecía de las mujeres; decía yo: pobres tontas, no saben en lo que se meten. Y llegué a odiar a los hombres, a todo, hasta a mis hermanos, a mis sobrinos... ¡ay, les tenía un odio...!

“Y les decía a mis hijas: no se crean de los hombres, que son unos malditos... y las vigilaba... una vez que salgo de la fábrica temprano porque se fue la luz y que voy llegando a la casa y que encuentro a la Micaela besándose con un sujeto... ¡que me la agarro a cachetadas! Métase hija de su madre y la pobre no volvió a ver a su novio”.

“Pero a mí la vida me aguardaba una sorpresa. Un día conocía a un señor bien amable que entró a trabajar como doblador. Un día lo encontré llorando y me asusté ¿qué le pasa? Le dije. No, doña, me dice, si usted supiera mi vida... pues cuénteme qué le pasa y hasta puedo ayudarlo”.

“Para no hacerle largo el cuento pues ya me dijo que su mujer se había ido esa mañana con otro y que le había dejado a todos los hijos. Eran cuatro. Entonces como que vi la otra cara de la moneda porque dije: también hay mujeres malas. Él me platicó que su mujer les dio mala vida. Se pasaba de mula la vieja esa, no sólo con el hombre, sino hasta con sus niñitos que, quiera usted o no, ellos que culpa tienen; una como sea…”.

“Yo me compadecí de él y le dije: échele ganas, don, no se me raje... y una vez viene y me dice: doña, cómo se hace la sopa de verduras, qué se le hecha... y dije cómo se hace esa comida: pobre hombre. No, le digo, si quiere hoy paso a hacerle su guisado o de a perdida unos frijolitos; y sí pasé a su casa. Vivía en El Alto. Entonces llegué y veo su casa... pobre hombre... ¡tenía un tiradero...! ya le hice la sopa y mientras se cocía barrí, lavé dos o tres trapos y ya me fui”.

“Se quedó pasmado... dijo que nunca había visto su casa así de limpia. Si quiere pase diario a la casa y yo le pago; poco, dice, porque pues la mera verdad gano poco y es para mis hijos. Sí, le dije, si quiere ni me pague... y pues ya fui diario y así fue como lo conocí digamos, más íntimamente”.

“Lo demás para qué se lo cuento... lo demás vino sólo...”

“Ah, pos... una tarde llegué y no sé que nos pasó... estábamos platicando no sé de qué y me quedó viendo bien bonito, así, tierno. Y yo sentí bien lindo... algo que nunca, por más de 40 años, había sentido... entonces me besó y yo le correspondí... y luego pues... ya sabe usted... estaba cerca la cama y los niños no estaban y pos...”

“No, no fue fácil. A pesar de que yo ya sabía que el pobre sufría igual que yo me costó trabajo saber, reconocer que estaba enamorada, pero de veras enamorada, como nunca en mi vida, como no creí que fuera posible. Y él me trataba como a una reina. Me compraba de todo, me decía muñeca, mi amor, mi reina, cariño... en fin, un chorro de cosas bonitas. Y nos juntamos”.

“Pos sí... ahora somos muy felices... soy una mujer plena, dichosa, enamorada, con un hombre que sí vale la pena, quizá sea el único hombre en la tierra que vale la pena”.

“Tengo ya casi 50 años y estoy enamorada y por eso yo les digo a las mujeres: no pierdan la fe... una mujer cree que el amor no existe hasta que llega a encontrarlo en su vida. Porque sí llega, sí existe... y es hermoso. Dios premia a las mujeres que sufren, a las que no pierden la esperanza”.

“Mire, yo creo que en eso del amor, el destino nos da una segunda oportunidad… y una tercera y una cuarta y quinta oportunidad… el secreto está en no desesperarse, no dudar del amor, de las sorpresas de la vida; sólo hay que esperar y agarrar la oportunidad cuando se presente…”

La señora que antes vivía “de arrimada” con su familia ahora tiene casa propia que aunque humilde, luce limpia y aromada, alegre y colorida; tiene una familia grande que la componen sus hijas y los hijos de su pareja.

Mariana claramente se ve que es feliz, luce fresca, arreglada y perfumada y aunque su vestimenta dista mucho de ser ostentosa, la hace verse bien; en esos momentos espera a su esposo o pareja para darle de comer y atenderlo como se merece y como toda una señora.