A lo largo del presente sexenio hemos presenciado una confrontación que escala a situaciones cada vez más ásperas entre algunos Consejeros, así como el Poder Judicial frente al Ejecutivo Federal; el presidente López Obrador acusa al Instituto Nacional Electoral (INE) y el Poder Judicial de constituirse en un instrumento de grupos de poder económico y político, tanto nacionales como extranjeros.
Por otra parte, integrantes del INE y PJF, grupos de la sociedad civil y personajes que no comulgan con la llamada cuarta transformación, acusan toda una campaña impulsada desde la presidencia de quererse perpetuar, de pretender adueñarse de la organización de los procesos electorales, con el fin de garantizar su permanencia indefinida en el poder.
Las reflexiones que se derivan de este contexto son variadas, ante ello consideramos necesario hacer hincapié en que no estamos transitando a la democratización. Decimos lo anterior porque reducimos nuestra perspectiva a la institución que se dedica a la organización y entrega de resultados electorales.
Con la reforma electoral de finales de la década de 1970 fue el inicio de cambios que se circunscriben exclusivamente al ámbito electoral, posponiendo enfrentar los problemas de fondo.
La democratización de la vida pública se entendería como un proceso que nace bajo ciertas condiciones, con el predominio de la secularización y la racionalidad, aunque el motor de estos elementos sean los regímenes centralistas; por el contrario, la exacerbación por la unidad nacionalista no abona mucho a la democracia. Por ello la imposición del nacionalismo revolucionario en la primera mitad del siglo pasado en México, no permitió el avance democratizador, ni la fundación de un régimen abierto.
Lo anterior no significa que solo en los países donde nace un proceso político endógeno existe la posibilidad del arribo de la democratización; no obstante, en nuestro país, así como en otros de América Latina, transitamos hacia la construcción de una democracia simulada.
Durante el siglo XX se impusieron regímenes excesivamente centralistas en buena parte del mundo, arribamos a este siglo presenciando su caída, pero se imponen gobiernos, en su forma, democráticos, pero carentes de un vínculo con el desarrollo económico y sin un contenido basado en la conciencia de derechos, la idea una representatividad de fuerzas políticas, así como el nulo ejercicio de la ciudadanía; privó el escaso respeto a los derechos, el reparto de cotos de poder y una ciudadanía menospreciada.
La caída del PRI obedeció más una descomposición interna y no precisamente a la fortaleza de la oposición política. Esto tiene como consecuencia la llegada de una democracia reducida a la libre elección de autoridades y representantes populares; este carácter superficial se traduce en una participación escasa.
A mediano plazo la democratización reducida y una economía poco favorable nos puede llevar a experiencias políticas negativas y que pospongan aún más la anhelada democratización.
Ahora bien, lo anteriormente señalado implica un cambio necesario de la forma, pero el fondo sigue respondiendo a una cultura fundada en los contubernios tradicionales de una cultura priista del siglo XX; no es posible evitar el cambio de fondo, precisamos desarticular esa cultura propia del régimen sustentado, presente en todos los partidos políticos, de la arbitrariedad, el compadrazgo y la irreflexión. En este sentido, poco avanzamos y en nada cambian las condiciones en los otros ámbitos de la vida pública de nuestro país. El saldo ustedes lo juzgarán rumbo al proceso electoral 2024.
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